de EL ESPECTRO VISIBLE (2013)



LA PLAYA









Al despertarse espesamente, como hundido en las profundidades del mar, braceando sin aliento, sin fuerzas, hacia lo alto, la luz, el aire libre, una multitud de ideas le baila aún en la cabeza, ideas que fluctúan, vienen y van, no consigue enfocarlas, una a una se le escapan; imposible captar a la primera su sentido evanescente. Siente por ello una gran lástima, más aún: tristeza. Por qué. Como arena entre las manos, se le desliza la clave última de tantas cosas. Le preocupa este desconcierto, quedarse así en suspenso, atascado, en blanco. Ansioso, trata de desperezarse, abre los ojos de par en par, pestañeando como miope, y estira los miembros, pero sintiéndose a la vez invadido por la nueva congoja de comprender que quizá nada de eso tiene ya importancia, después de todo; que ahí ya no hay nada más. Trata de explicarse lo sucedido. Debe de haberse quedado dormido en la arena, y tal vez durante un largo, larguísimo intervalo. Sacude la cabeza, se nota tan pesado, tan abotargado. Se pone maquinalmente en pie, pero eso casi resulta peor. Vuelve a sacudir la cabeza, debatiéndose en un marasmo de desastrosa confusión. ¿Qué está pasando? ¿Qué demonios le ocurre? ¿Habrá tomado el sol en exceso? ¿Qué sol? En ese tiempo se ha hecho de noche, noche cerrada; la gente ha debido marcharse hace rato, no queda un alma a la vista ya en la playa. Está todo tan oscuro, al punto que no se distingue cosa alguna a unos pocos metros de distancia. Por fin, débil y titubeante, echa a andar por la arena. Pero al instante sufre un estremecimiento. La atmósfera que lo rodea, ¡demonios!, ¿no se ha retorcido a su alrededor, casi como si estuviese viva? El aire se pega a él, oprimiéndole el pecho, los miembros, como un recuerdo doloroso, envolviéndolo con su respiración densa, fatigosa, agobiante. Entrecierra los párpados, tratando de forzar la vista en la negra infinitud frente a sus ojos. Qué hay, qué se distingue más allá. La tonalidad de lo que alcanza le llama la atención, no es del todo negra, sino indistinta, un plano matiz turbio y terroso, recordando un poco a la niebla sucia sobre la ciudad. Pero, en paulatino contraste con estas sensaciones, se añade ese poderoso elemento de nostalgia, una honda melancolía, lúgubre efluvio magnético que flota a su alrededor en consonancia con el apagado retumbar del mar, a lo lejos. Es el suave percutir de un adagio dulce, decaído e inevitable como la muerte, que llega envuelto, amortiguado en los retazos ocres de bruma. Sin embargo, en ese instante concreto, en su concepción del mundo sería absurdo que cupiese la existencia de algo tan asombroso como la música, como ese artista decadente cuya melodía cree reconocer por momentos, yendo y viniendo de un lado para otro, a la vez dentro y fuera de su cabeza. Qué enigma insoluble acaba de cuajarse en la playa.
Sólo unos pasos más y cree adivinar la respuesta. Qué iba a ser. No puede tratarse de otra cosa. Debe de haberse intoxicado, quizá en la comida, algún alimento fuerte, o quizá tomó anoche algún somnífero de más. Si sólo pudiese hacer memoria. La playa se adivina tan ancha y redonda, tan inmensa. La marea hoy debe haber bajado mucho. Los pies descalzos arrastran al moverse una arena tibia y húmeda. Al avanzar prácticamente a ciegas, teme tropezar y caer, pero pronto comprueba que no hay peligro. La arena se nota limpia, suave como el algodón, ningún obstáculo le estorba. Al cabo de unos minutos cae en la cuenta de que sin más va desplazándose hacia el lugar donde cree recordar que se halla la salida. Así es, debe acortar de través hacia la derecha, dejando el mar a la espalda. El terreno por fin se eleva y endurece. En efecto, es preciso subir por una pronunciada pendiente salpicada de arbustos y pequeñas piedras semienterradas en la arena.
Nada puede contentarle más que reconocer el sendero que conduce al hotel, la zona iluminada por farolas, aunque se halle tan distante una de otra. Unos metros más y, sobre el charco de luz formado al pie de la primera de las farolas, descubre con sorpresa que el terreno se encuentra atestado de bichos, parecen pequeñas serpientes no más gruesas que lombrices, pegando brincos por doquier, como saltamontes.
No se detiene, bordea el lugar con asco, sin dejar de mirar a uno y otro lado en torno a sí. Qué soledad. Es extraño que siga sin aparecer un alma por las inmediaciones. Trata de acelerar el paso, pero no tarda en asaltarlo una extraña fatiga. No acaba de encontrarse bien, y sus sensaciones le indican que cada vez va a encontrarse peor. La intoxicación, qué puede haber sido. Se siente enfermo, pero, por algún motivo, tiene la seguridad de que no es ningún mal conocido lo que le aqueja. Una luz pugna por abrirse camino en su interior; lóbrego presentimiento, aciaga conjetura. Cualquiera diría que no se siente capaz de reunir valor suficiente para alzar los ojos al cielo, para ver y afrontar la realidad, la situación, lo que haya de ser, y así salir de dudas de una vez. ¡Qué angustia! Va como jugando lúgubremente consigo mismo; se atreve, no se atreve. La fatiga se le agarra al pecho, y muy de lejos recuerda una sensación similar, los preliminares de un ataque de pánico.
 Se detiene, con los brazos caídos, respirando con ansia. Esto no puede ser normal. Vuelve a arrastrar los pies a duras penas pendiente arriba, sabe que necesita congraciarse del mejor modo posible con el entorno, con lo que está ocurriendo. Poco a poco ha ido consolidándose dentro de él una suerte de segunda naturaleza que pugna por saber más y más y, envalentonado por ella, cierra los ojos haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Acuden de nuevo a su cabeza los confusos sentimientos que le sobrevinieron hace unos minutos en el trance de despertarse. Sí, vuelve a tener esas raras sensaciones, pero con una diferencia; ahora no le llegan desde aquel instante concreto de confusión entre sueño y despertar, parece que afluyen desde todas partes a la vez, del cielo fuliginoso y opresivo, del ciego mar a lo lejos, del ingrato vientecillo que se levanta en rachas. Ya no hay duda. Si ahí no hay nada más, qué puede ser sino la memoria soberana, pidiendo paso imperiosamente. Sólo con chasquear los dedos lo vería todo con claridad cristalina, el mundo entero quedaría para él despejado, se explicaría a sí mismo, como por encanto, resplandeciendo de certidumbre y verdad. ¿No es, pues, suficiente con ver, con mirar?
Los pasos se detienen, los ojos inquisitivos escudriñan de nuevo a izquierda y derecha. Qué es lo que se encuentran. Nunca lo que cabría esperar, sólo la misma oscuridad y confusión. Se encuentra de veras atónito; el mero hecho de mirar y remirar a todos lados... Una circunstancia general acaba de variar. Ya no experimenta la necesidad, el ansia natural de preguntarse el motivo real de todo esto, de por qué demonios lo encuentra todo tan silencioso, tan hueco e inanimado a su alrededor. La idea de seguir preguntándose cosas con tal grado de conciencia, chocaría con esa circunstancia crucial para él en estos momentos.
No es necesario saber, se dice extrañamente.
En qué consiste esa certeza: en que ya no hay más asquerosas culebrillas saltando como locas en las zonas de luz, en que él no viene de ninguna playa, no vuelve caminando a ningún hotel, a ninguna parte.
Estoy soñando, se dice con pasmoso convencimiento instantáneo, y la idea se pinta como en blandos caracteres fluctuantes en un letrero que levita en la atmósfera delante de sus ojos.
Soñando, repite, obteniendo un gran alivio con ello.
Estoy soñando, pero aun así algo va mal.
¿Algo va mal en el sueño? Ha de tratarse, pues, de una pesadilla. Y sin embargo se siente tan corpóreo, tan concreto y vigente todo el tiempo, ¿no es cierto? Sus pies pisan ahora un terreno tan firme. ¿Un sueño demasiado real? Algo no va bien –su mente es una montaña rusa, el ánimo se le desliza otra vez por una brusca pendiente–: al contrario, va de mal en peor. El universo entero amenaza de un momento a otro con darse la vuelta como un calcetín. Mientras alza los ojos al cielo oscuro e indiferente, se echa las manos a la cabeza.
¿Cómo que no? ¡Necesito saber, saber, saber! ¡Ahora mismo!
Un pánico atroz ha ido amontonándose en el aire a sus espaldas. No tiene otro remedio que echar a correr como un loco para que no llegue a tocarle, para que no le alcance de lleno: ¡Correr, correr, correr! Mientras lo hace, se ve a sí mismo mirando hacia atrás por encima del hombro, preguntándose de qué demonios está huyendo. Pero ese manchón informe, amasijo de noche, mitad pesadilla y mitad oscuridad despiadada, viene galopando detrás, tratando de echársele encima desesperada, demencialmente.
Una nueva voz interior, benéfica, urgente, parece desgajarse en ese momento de su alma, confirmándole piadosa, en plena carrera, que, tal y como temía, se encuentra, en efecto, perdido y en gran peligro físico; que ella misma tampoco tiene la menor idea de lo que ocurre, que solo está en su mano aconsejarle al buen albur lo que debe hacerse: tiene que correr, sí, todo lo más que pueda, hasta encontrar una gran altura desde la que precipitarse al vacío, y así despertar de una vez. Pero, un momento, no tan deprisa, todo esto lo estaba meditando demasiado extrañamente en sus cabales. No puede ser esto lo que le está destinado, no todavía. Por algún ignorado vericueto, sin darse cuenta, ha de haber bajado otra vez al mar. Acaba de verse otra vez en la playa, de cara a la masa ingente de negra humedad que éste alimenta. Su viejo arrullo acompasado lo mantiene desde hace rato ciego, hechizado, de cara a la brisa húmeda y salobre. Pero presiente que algo más se ha gestado en su entorno. El panorama insidioso vuelve a transformarse, la pesadilla de nuevo se tensa amenazante en torno a él, las aguas y la tiniebla parecen conjugarse para aplastarle. Aquella grata música de las olas se excita por momentos, crece alocada más y más; se rompe y se deshilacha, se reconcentra, vuelve a encresparse y a estallar al son de un viento huracanado, un vendaval que azota con furia su cuerpo desnudo y, adquiriendo más y más poder y velocidad, se diría que ha levantado al mar entero de su lecho, transportándolo en volandas contra él. El viento se ha transformado en una muralla líquida, dotado de un sabor a veneno agrio y salado que apenas le deja respirar. No le cabe otro recurso que huir otra vez, despavorido. Cruza locamente la arena, vuela pendiente arriba, advirtiendo con alivio que está logrando dejar atrás ese infierno líquido; hasta que de súbito advierte que el suelo acaba de abrirse bajo sus pies. Bendito sea Dios. Por fin, por fin se ve cayendo, abajo, abajo, un túnel vertical, hondísimo, por fin el vértigo de la salvación.
Todo parece consumarse por último, pero el trance de caer no culmina, vuelve a desdoblarse en dos percepciones de sí mismo, dos visiones consecutivas. Vagamente familiar detrás de una ventana, una mujer joven se aproxima con lentitud al cristal y, desde dentro, lo golpea con débil puño. Él mientras tanto, dominado por el vértigo de la caída, no sabe si vertical u horizontal, se aproxima por fuera hacia ese cristal. El momento del impacto, como de alguna manera había supuesto, es de reposo y liberación. La visión se esfuma, ya no existe, nunca ha existido, el ámbito en que acaba de adentrarse se curva sobre sí mismo, se serena, frenándose, se detiene, abriéndose a la segunda visión. Por primera vez en mucho tiempo ve su propia cara a un palmo de sus narices, como en un espejo. Pero esta vez... se ve tumbado...
Se hizo la luz en un instante. Era tan fácil de entender. El remate y desenlace de la pesadilla sobrevenía irónicamente dentro de su propio ataúd. Bañado en una luz imposible, observó los gusanos pálidos y gordos como dedos, bullendo por doquier; le recordaron a aquellas pequeñas culebras del camino, pero ahora habían adquirido un tacto, una textura muy distinta. Ni sueño, ni pesadilla, ni mal viaje. Su presencia espiritual, su espectro definitivo, se encontraba tendido en paralelo al muerto, cara a cara con él, encerrado, enterrado con él en los estrechos límites de la caja. Ahora por fin comprendía sin sombra de duda o extrañeza que no se trataba de una pesadilla y que, por más horrible que se le antojase la situación, en ningún caso procedían miedo ni agobio. De hecho, no sentía en realidad otra cosa que lo que en otro estado daba en llamarse curiosidad.
Las cosas eran como eran, ¿tan difícil era de asumir? Toda una vida de sufrimiento devorado por la incertidumbre y el error, acatando culpable todo tipo de monsergas y reconvenciones, creyendo ir asimilando trabajosa y sensatamente, paso a paso, esas tontas lecciones de anciana sabiduría, para terminar anegado en tan abrumador desengaño. ¿Toda la vida? Así lo comprendía por último: siempre había sido así, y siempre sería. Generación tras generación, milenio tras milenio, era tras era. La historia y el porvenir completos del hombre y del mundo hubiesen cabido ahora mismo en su puño, en el caso de que se hubiese manifestado en él la voluntad de cerrarlo para apoderarse de ellos, de su comprensión final; pero, en absoluto. La, en otro mundo, tétrica situación, colmaba todas sus expectativas y deseos, y todo aquello que pudiese añadir su mente a la misma cedía, respetuoso, se replegaba, aflojándose, disuelto en negro, difuminado en aquella fosforescencia inaudita. Se pasmaba ante la visión de su propia truculencia inofensiva, su imagen exánime ya tan franca, los pelillos de la barba a medio crecer, el color lívido de la piel, la carne ennegrecida alrededor de los ojos y los labios. Su ser vacilaba cómodamente ubicado al borde del abismo definitivo; el momento era tan crítico, y sin embargo era tan dulce dejarse vencer. ¿Conservaba acaso algún deseo, una mínima volición? No aspiraba a nada más que a guarecerse dentro de sí mismo, a fundirse con su hermosa carroña anquilosada, quizá temiendo que, de no hacerlo, podría mudarse en un alma en pena por siempre jamás. Aunque, ¿acaso eso tenía ya importancia? No, allí no había ya nada digno de consideración, nada que temer o anhelar, ni pena ni gloria, ni cielo ni infierno. Todo estaba ya claro y cumplido.
Trató de acomodarse mejor a la figura yacente, rotando con gran suavidad, colocándose boca arriba, idéntico a sí mismo. En su estado no le costaría ningún trabajo, pero el giro parecía hacerse eterno, aunque eso tampoco importaba ya, esas nociones apenas tenían ya sentido, pues segundo a segundo, con la vacua inexorabilidad del reloj, iba embebiéndose en la verdad, en el auténtico valor, en la medida de todo. Y en un instante supremo por fin creyó verlo hecho efectivo. La cara del cadáver volvió a ser su propia cara, su nuca ya era su nuca, y su pecho contraído su pecho, y los brazos y las piernas, debida y santamente, y nada recibía ni recibiría ya nunca esos nombres. ¿No era un leve cosquilleo, casi mortal, lo que estaba experimentando, un delicioso hormigueo en alguna parte? Los gusanos… No sabía en qué lugar, ya apenas quedaban para él unos pocos flecos de un dónde y un cuándo y un porqué. Y era precisamente en esa paulatina ignorancia donde hallaba un placer indescriptible. Era tan grata la sensación de anegarse y desaparecer, de dejarse llevar sin resistencia por y en las leyes del no tiempo y el no universo. Lo estaba logrando, era tan sencillo, todo consumándose al fin. [...]





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