LA PLAYA
Al despertarse espesamente, como hundido en las profundidades del mar, braceando sin aliento, sin fuerzas, hacia lo alto, la luz, el aire libre, una multitud de ideas le baila aún en la cabeza, ideas que fluctúan, vienen y van, no consigue enfocarlas, una a una se le escapan; imposible captar a la primera su sentido evanescente. Siente por ello una gran lástima, más aún: tristeza. Por qué. Como arena entre las manos, se le desliza la clave última de tantas cosas. Le preocupa este desconcierto, quedarse así en suspenso, atascado, en blanco. Ansioso, trata de desperezarse, abre los ojos de par en par, pestañeando como miope, y estira los miembros, pero sintiéndose a la vez invadido por la nueva congoja de comprender que quizá nada de eso tiene ya importancia, después de todo; que ahí ya no hay nada más. Trata de explicarse lo sucedido. Debe de haberse quedado dormido en la arena, y tal vez durante un largo, larguísimo intervalo. Sacude la cabeza, se nota tan pesado, tan abotargado. Se pone maquinalmente en pie, pero eso casi resulta peor. Vuelve a sacudir la cabeza, debatiéndose en un marasmo de desastrosa confusión. ¿Qué está pasando? ¿Qué demonios le ocurre? ¿Habrá tomado el sol en exceso? ¿Qué sol? En ese tiempo se ha hecho de noche, noche cerrada; la gente ha debido marcharse hace rato, no queda un alma a la vista ya en la playa. Está todo tan oscuro, al punto que no se distingue cosa alguna a unos pocos metros de distancia. Por fin, débil y titubeante, echa a andar por la arena. Pero al instante sufre un estremecimiento. La atmósfera que lo rodea, ¡demonios!, ¿no se ha retorcido a su alrededor, casi como si estuviese viva? El aire se pega a él, oprimiéndole el pecho, los miembros, como un recuerdo doloroso, envolviéndolo con su respiración densa, fatigosa, agobiante. Entrecierra los párpados, tratando de forzar la vista en la negra infinitud frente a sus ojos. Qué hay, qué se distingue más allá. La tonalidad de lo que alcanza le llama la atención, no es del todo negra, sino indistinta, un plano matiz turbio y terroso, recordando un poco a la niebla sucia sobre la ciudad. Pero, en paulatino contraste con estas sensaciones, se añade ese poderoso elemento de nostalgia, una honda melancolía, lúgubre efluvio magnético que flota a su alrededor en consonancia con el apagado retumbar del mar, a lo lejos. Es el suave percutir de un adagio dulce, decaído e inevitable como la muerte, que llega envuelto, amortiguado en los retazos ocres de bruma. Sin embargo, en ese instante concreto, en su concepción del mundo sería absurdo que cupiese la existencia de algo tan asombroso como la música, como ese artista decadente cuya melodía cree reconocer por momentos, yendo y viniendo de un lado para otro, a la vez dentro y fuera de su cabeza. Qué enigma insoluble acaba de cuajarse en la playa.
Sólo
unos pasos más y cree adivinar la respuesta. Qué iba a ser. No puede tratarse
de otra cosa. Debe de haberse intoxicado, quizá en la comida, algún alimento
fuerte, o quizá tomó anoche algún somnífero de más. Si sólo pudiese hacer
memoria. La playa se adivina tan ancha y redonda, tan inmensa. La marea hoy
debe haber bajado mucho. Los pies descalzos arrastran al moverse una arena
tibia y húmeda. Al avanzar prácticamente a ciegas, teme tropezar y caer, pero
pronto comprueba que no hay peligro. La arena se nota limpia, suave como el
algodón, ningún obstáculo le estorba. Al cabo de unos minutos cae en la cuenta
de que sin más va desplazándose hacia el lugar donde cree recordar que
se halla la salida. Así es, debe acortar de través hacia la derecha, dejando
el mar a la espalda. El terreno por fin se eleva y endurece. En efecto, es
preciso subir por una pronunciada pendiente salpicada de arbustos y pequeñas
piedras semienterradas en la arena.
Nada
puede contentarle más que reconocer el sendero que conduce al hotel, la zona
iluminada por farolas, aunque se halle tan distante una de otra. Unos metros
más y, sobre el charco de luz formado al pie de la primera de las farolas,
descubre con sorpresa que el terreno se encuentra atestado de bichos, parecen
pequeñas serpientes no más gruesas que lombrices, pegando brincos por doquier,
como saltamontes.
No
se detiene, bordea el lugar con asco, sin dejar de mirar a uno y otro lado en
torno a sí. Qué soledad. Es extraño que siga sin aparecer un alma por las
inmediaciones. Trata de acelerar el paso, pero no tarda en asaltarlo una
extraña fatiga. No acaba de encontrarse bien, y sus sensaciones le indican que
cada vez va a encontrarse peor. La intoxicación, qué puede haber sido. Se siente
enfermo, pero, por algún motivo, tiene la seguridad de que no es ningún mal
conocido lo que le aqueja. Una luz pugna por abrirse camino en su interior; lóbrego
presentimiento, aciaga conjetura. Cualquiera diría que no se siente capaz de
reunir valor suficiente para alzar los ojos al cielo, para ver y afrontar la
realidad, la situación, lo que haya de ser, y así salir de dudas de una vez. ¡Qué
angustia! Va como jugando lúgubremente consigo mismo; se atreve, no se atreve.
La fatiga se le agarra al pecho, y muy de lejos recuerda una sensación
similar, los preliminares de un ataque de pánico.
Se detiene, con los brazos caídos, respirando
con ansia. Esto no puede ser normal. Vuelve a arrastrar los pies a duras penas
pendiente arriba, sabe que necesita congraciarse del mejor modo posible con el
entorno, con lo que está ocurriendo. Poco a poco ha ido consolidándose dentro
de él una suerte de segunda naturaleza que pugna por saber más y más y, envalentonado
por ella, cierra los ojos haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Acuden de nuevo
a su cabeza los confusos sentimientos que le sobrevinieron hace unos minutos en
el trance de despertarse. Sí, vuelve a tener esas raras sensaciones, pero con una
diferencia; ahora no le llegan desde aquel instante concreto de confusión entre
sueño y despertar, parece que afluyen desde todas partes a la vez, del cielo
fuliginoso y opresivo, del ciego mar a lo lejos, del ingrato vientecillo que se
levanta en rachas. Ya no hay duda. Si ahí no hay nada más, qué puede ser sino
la memoria soberana, pidiendo paso imperiosamente. Sólo con chasquear los dedos
lo vería todo con claridad cristalina, el mundo entero quedaría para él
despejado, se explicaría a sí mismo, como por encanto, resplandeciendo de certidumbre
y verdad. ¿No es, pues, suficiente con ver, con mirar?
Los
pasos se detienen, los ojos inquisitivos escudriñan de nuevo a izquierda y
derecha. Qué es lo que se encuentran. Nunca lo que cabría esperar, sólo la
misma oscuridad y confusión. Se encuentra de veras atónito; el mero hecho de
mirar y remirar a todos lados... Una circunstancia general acaba de variar. Ya
no experimenta la necesidad, el ansia natural de preguntarse el motivo real de
todo esto, de por qué demonios lo encuentra todo tan silencioso, tan hueco e
inanimado a su alrededor. La idea de seguir preguntándose cosas con tal grado de conciencia, chocaría con esa circunstancia crucial para él en estos momentos.
No es necesario saber, se dice
extrañamente.
En
qué consiste esa certeza: en que ya no hay más asquerosas culebrillas saltando
como locas en las zonas de luz, en que él no viene de ninguna playa, no vuelve
caminando a ningún hotel, a ninguna parte.
Estoy soñando, se dice con
pasmoso convencimiento instantáneo, y la idea se pinta como en blandos
caracteres fluctuantes en un letrero que levita en la atmósfera delante de sus
ojos.
Soñando, repite, obteniendo un gran alivio con
ello.
Estoy soñando, pero aun así algo va mal.
¿Algo
va mal en el sueño? Ha de tratarse, pues, de una pesadilla. Y sin embargo se
siente tan corpóreo, tan concreto y vigente todo el tiempo, ¿no es cierto? Sus
pies pisan ahora un terreno tan firme. ¿Un sueño demasiado real? Algo no
va bien –su mente es una montaña rusa, el ánimo se le desliza otra vez por una
brusca pendiente–: al contrario, va de mal en peor. El universo entero amenaza
de un momento a otro con darse la vuelta como un calcetín. Mientras alza los
ojos al cielo oscuro e indiferente, se echa las manos a la cabeza.
¿Cómo que no? ¡Necesito saber, saber, saber!
¡Ahora mismo!
Un
pánico atroz ha ido amontonándose en el aire a sus espaldas.
No tiene otro remedio que echar a correr como un loco para que no llegue a
tocarle, para que no le alcance de lleno: ¡Correr, correr, correr! Mientras lo
hace, se ve a sí mismo mirando hacia atrás por encima del hombro, preguntándose
de qué demonios está huyendo. Pero ese manchón informe, amasijo de noche, mitad
pesadilla y mitad oscuridad despiadada, viene galopando detrás, tratando de
echársele encima desesperada, demencialmente.
Una
nueva voz interior, benéfica, urgente, parece desgajarse en ese momento de su
alma, confirmándole piadosa, en plena carrera, que, tal y como temía, se
encuentra, en efecto, perdido y en gran peligro físico; que ella misma tampoco
tiene la menor idea de lo que ocurre, que solo está en su mano aconsejarle al buen albur lo que debe hacerse: tiene que correr, sí, todo lo más que pueda,
hasta encontrar una gran altura desde la que precipitarse al vacío, y así
despertar de una vez. Pero, un momento, no tan deprisa, todo esto lo estaba
meditando demasiado extrañamente en sus cabales. No puede ser esto lo que le
está destinado, no todavía. Por algún ignorado vericueto, sin darse cuenta, ha
de haber bajado otra vez al mar. Acaba de verse otra vez en la playa, de cara a
la masa ingente de negra humedad que éste alimenta. Su viejo arrullo acompasado
lo mantiene desde hace rato ciego, hechizado, de cara a la brisa húmeda y
salobre. Pero presiente que algo más se ha gestado en su entorno. El panorama
insidioso vuelve a transformarse, la pesadilla de nuevo se tensa
amenazante en torno a él, las aguas y la tiniebla parecen conjugarse para
aplastarle. Aquella grata música de las olas se excita por momentos, crece
alocada más y más; se rompe y se deshilacha, se reconcentra, vuelve a
encresparse y a estallar al son de un viento huracanado, un vendaval que azota
con furia su cuerpo desnudo y, adquiriendo más y más poder y velocidad, se
diría que ha levantado al mar entero de su lecho, transportándolo en volandas
contra él. El viento se ha transformado en una muralla líquida, dotado de un
sabor a veneno agrio y salado que apenas le deja respirar. No le cabe otro
recurso que huir otra vez, despavorido. Cruza locamente la arena, vuela
pendiente arriba, advirtiendo con alivio que está logrando dejar atrás ese
infierno líquido; hasta que de súbito advierte que el suelo acaba de abrirse
bajo sus pies. Bendito sea Dios. Por fin, por fin se ve cayendo, abajo, abajo,
un túnel vertical, hondísimo, por fin el vértigo de la salvación.
Todo
parece consumarse por último, pero el trance de caer no culmina, vuelve a desdoblarse en dos percepciones de sí mismo, dos visiones consecutivas. Vagamente
familiar detrás de una ventana, una mujer joven se aproxima con lentitud al
cristal y, desde dentro, lo golpea con débil puño. Él mientras tanto,
dominado por el vértigo de la caída, no sabe si vertical u horizontal, se
aproxima por fuera hacia ese cristal. El momento del impacto, como de alguna
manera había supuesto, es de reposo y liberación. La visión se esfuma, ya no
existe, nunca ha existido, el ámbito en que acaba de adentrarse se curva sobre
sí mismo, se serena, frenándose, se detiene, abriéndose a la segunda visión.
Por primera vez en mucho tiempo ve su propia cara a un palmo de sus narices,
como en un espejo. Pero esta vez... se ve tumbado...
Se
hizo la luz en un instante. Era tan fácil de entender. El remate y desenlace de
la pesadilla sobrevenía irónicamente dentro de su propio ataúd. Bañado en una
luz imposible, observó los gusanos pálidos y gordos como dedos, bullendo por
doquier; le recordaron a aquellas pequeñas culebras del camino, pero ahora
habían adquirido un tacto, una textura muy distinta. Ni sueño, ni pesadilla, ni
mal viaje. Su presencia espiritual, su espectro definitivo, se encontraba
tendido en paralelo al muerto, cara a cara con él, encerrado, enterrado con
él en los estrechos límites de la caja. Ahora por fin comprendía sin sombra de
duda o extrañeza que no se trataba de una pesadilla y que, por más horrible que
se le antojase la situación, en ningún caso procedían miedo ni agobio. De
hecho, no sentía en realidad otra cosa que lo que en otro estado daba en
llamarse curiosidad.
Las
cosas eran como eran, ¿tan difícil era de asumir? Toda una vida de sufrimiento
devorado por la incertidumbre y el error, acatando culpable todo tipo de
monsergas y reconvenciones, creyendo ir asimilando trabajosa y sensatamente,
paso a paso, esas tontas lecciones de anciana sabiduría, para terminar anegado
en tan abrumador desengaño. ¿Toda la vida? Así lo comprendía por último:
siempre había sido así, y siempre sería. Generación tras generación, milenio
tras milenio, era tras era. La historia y el porvenir completos del hombre y
del mundo hubiesen cabido ahora mismo en su puño, en el caso de que se hubiese
manifestado en él la voluntad de cerrarlo para apoderarse de ellos, de su
comprensión final; pero, en absoluto. La, en otro mundo, tétrica situación,
colmaba todas sus expectativas y deseos, y todo aquello que pudiese añadir su
mente a la misma cedía, respetuoso, se replegaba, aflojándose, disuelto en
negro, difuminado en aquella fosforescencia inaudita. Se pasmaba ante la visión
de su propia truculencia inofensiva, su imagen exánime ya tan franca, los
pelillos de la barba a medio crecer, el color lívido de la piel, la carne ennegrecida
alrededor de los ojos y los labios. Su ser vacilaba cómodamente ubicado al
borde del abismo definitivo; el momento era tan crítico, y sin embargo era tan
dulce dejarse vencer. ¿Conservaba acaso algún deseo, una mínima volición? No aspiraba
a nada más que a guarecerse dentro de sí mismo, a fundirse con su hermosa
carroña anquilosada, quizá temiendo que, de no hacerlo, podría mudarse en un
alma en pena por siempre jamás. Aunque, ¿acaso eso tenía ya importancia? No,
allí no había ya nada digno de consideración, nada que temer o anhelar, ni pena
ni gloria, ni cielo ni infierno. Todo estaba ya claro y cumplido.
Trató
de acomodarse mejor a la figura yacente, rotando con gran suavidad, colocándose boca
arriba, idéntico a sí mismo. En su estado no le costaría ningún trabajo, pero
el giro parecía hacerse eterno, aunque eso tampoco importaba ya, esas nociones
apenas tenían ya sentido, pues segundo a segundo, con la vacua inexorabilidad
del reloj, iba embebiéndose en la verdad, en el auténtico valor, en la medida
de todo. Y en un instante supremo por fin creyó verlo hecho efectivo. La cara
del cadáver volvió a ser su propia cara, su nuca ya era su nuca, y su pecho
contraído su pecho, y los brazos y las piernas, debida y santamente, y nada
recibía ni recibiría ya nunca esos nombres. ¿No era un leve cosquilleo, casi
mortal, lo que estaba experimentando, un delicioso hormigueo en alguna parte?
Los gusanos… No sabía en qué lugar, ya apenas quedaban para él unos pocos
flecos de un dónde y un cuándo y un porqué. Y era precisamente en esa paulatina
ignorancia donde hallaba un placer indescriptible. Era tan grata la sensación
de anegarse y desaparecer, de dejarse llevar sin resistencia por y en las leyes
del no tiempo y el no universo. Lo estaba logrando, era tan sencillo, todo
consumándose al fin. [...]
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